29 junio 2006

Paseo por Girona

Primera noche de Francis en Vespaña, con entretenidos acontecimientos. Plantamos la tienda de campaña junto a la ermita de Sant Grau, cerca de Tossa del Mar (costa de Girona), cinco kilómetros monte arriba, en pleno bosque mediterráneo. Y nos devoraron unos mosquitos con fruición transilvana. Esta mañana nuestras pieles parecían el maillot de rey de la montaña, pero con doble dosis de eufemiano. Ahora sí que parecemos los dos de la foto del comentario anterior, rasca que te rasca.

Y esta misma mañana, justo al día siguiente de dejar en el apartamento de mis padres las gafas de sol graduadas (por quitar un trasto, ya que apenas las había utilizado en todo el viaje), justo al día siguiente, y por primera vez en los 19 años que llevo con cuatro ojos, me he sentado encima de las gafas y he roto un cristal y una patilla, cris cras. Como no llevaba las gafas de repuesto (total pa qué, pensé hace 24 horas), he llegado a Girona capital con las gafas atadas con cinta adhesiva y con cataratas provisionales en el ojo izquierdo. Por suerte y por 69,30 euros, una diligente óptica me ha puesto un cristal nuevo en menos de una hora. Y ya salgo con los ojos nuevos y limpios, como dicen que debe ir un viajero (y con la cinta adhesiva sosteniendo la patilla izquierda: el toque épico).

Girona es preciosa, con sus casas de colorines asomadas al río Onyar, con su gigantesca y bastante amorfa catedral, con sus callejuelas del barrio judío, con sus ramblas custodiadas por arcos, con un restaurante situado en esos arcos que podría optar al premio al peor nombre comercial del planeta: Restaurante La Arcada. Uaghf.

Y en los baños árabes -que en realidad son románicos, de 1194, pero inspirados en los baños moros-, los adultos nos paseamos de una sala a otra, admirados, oh, ah, apodyterium, frigidarium, tepidarium, caldarium, qué bonito, oh, ah. Y nos da gustito ver estas ruinas, son unas ruinas como Dios manda, y no esperamos nada más ni echamos de menos ninguna cosa, son unas buenas ruinas. Incluso leemos con arrobo los versos de Machado en una de las salas: "Las más hondas palabras / del sabio nos enseñan / lo que el silbar del viento cuando sopla / o el sonar de las aguas cuando ruedan". Oh, ah, el agua cuando rueda, qué hermoso. Pero somos incapaces de ver lo más obvio, la ausencia del elemento que da sentido a este edificio, algo que sólo un niño ha sabido ver:

-Papá, ¿pero aquí dónde está el agua?

27 junio 2006

Recinto controlado


Francis se sube a Vespaña para el último tramo del viaje, a partir de mañana. Antes de arrancar he vuelto a pedirle que me corte el pelo (foto), porque ya han pasado un par de meses de aquella Peluquería Pavlov. El plan, como siempre, sólo es un trazo grueso: hacia Gerona, Costa Brava, volcanes de La Garrotxa, valle de Arán, Boí-Taull, Prepirineo oscense, Monegros, Belchite, Moncayo… ¿Soria, La Rioja, Álava y pa casa?

Como el blog ha estado un poco esclerótico estos últimos días, os cuento algunas curiosidades que he encontrado en el regreso a Tarragona.

La primera, leída en los periódicos: el pasado sábado cierto evento dejó en Cataluña un saldo de 325 heridos. Concretamente, 111 personas con quemaduras leves, 20 con quemaduras graves, 61 con lesiones o amputaciones traumáticas y 133 con daños oculares. No, no hubo ningún atentado de Al Qaeda en el metro: son los datos de los ingresos hospitalarios tras la verbena de San Juan. Y son datos rutinarios, una de esas “previsiones” que están marcadas en el calendario de los periodistas, la noticia estadística que se repite todos los años. El año pasado sólo hubo 212 heridos.

No me gustan nada, pero nada de nada, estas fiestas mediterráneas de petardazos, tracas y fuegos. El estruendo me pone de mala leche. Hace unos años estaba en Portbou con Josema y coincidimos con las fiestas de un barrio, a petardazo limpio toda la tarde. Cuando iban a encender una traca que recorría la calle principal, colgada a tres metros de altura, le dije a Josema que yo me iba, que me escondía. No me dio tiempo. Encendieron la traca, el fuego corrió por el aire hacia nosotros a mil por hora, una ola de chispazos pasó sobre nuestras cabezas y mi flamante camiseta quedó agujereada por unos cuantos quemotes. Lo peor fue el ataque de risa incontrolable que le dio a Josema -cuya ropa estaba intacta- cuando vio mi cara de macaco furioso.

Hablando de mala leche: llevo tres días desayunando con una marca de leche entre cuyas propiedades figura la de “ayudar al crecimiento de generaciones de catalanes”. A mí, por ahora, no me ha crecido ninguna. Tampoco noto que se me haya activado el gen de la atracción por la butifarra. Si noto alguna transformación, lo contaré.

Y mi historia favorita es la del éxito empresarial del gitano que vigilaba la urbanización donde está el apartamento de mis padres. La urbanización queda en tierra de nadie, en un descampado, a dos kilómetros de la costa y a dos kilómetros del pueblo más cercano. Sólo hay algunos apartamentos construidos, ni bares ni tiendas ni nada, y, alrededor, unas cuantas zonas en obras –más casas, calles, piscinas, todo en obras-. El año pasado Francis y yo llegamos a la urbanización después de un recorrido por Guadalajara, Cuenca y Teruel. Planeamos aparcar en la zona y dormir en la furgoneta con la que viajábamos, sin avisar a mis padres. Queríamos aparecer por sorpresa a la mañana siguiente. Pero entonces llegó un coche a toda pastilla, derrapó y se paró a nuestro lado. El conductor era un gitano orondo –orondo porque era gordo y porque llevaba oro colgando por todas partes- que nos preguntó quiénes éramos, adónde íbamos, qué hacíamos allí. Como nuestra historia era un poco extraña, nos invitó con mucha amabilidad a que sacáramos la furgoneta del recinto. A nosotros nos daba igual pasar la noche cien metros más allá o más acá. Y el gitano decía: “Comprendedme, es que yo me encargo de la seguridad. Estoy en contacto con la Guardia Municipal y con la Guardia Civil”. Lo de “estar en contacto” me pareció de una ambigüedad calculada y excelente, porque también podría decirse que El Vaquilla o El Lute estaban “en contacto” con la Guardia Civil. Al final dormimos cien metros más allá, fuera de su jurisdicción.

Parece ser que estos “vigilantes”, de abundantes contactos con el submundo de la costa mediterránea, cobran un dinerillo de las empresas constructoras para garantizar que nadie robará materiales ni estropeará las obras. En los siguientes días veíamos al gitano orondo con su roulot-cuartel general en una esquina de la urbanización, comandando, como buen Torrente, a una escuadrilla de adolescentes con los que mataba el tiempo organizando competiciones de videojuegos. Nos saludaba desde lejos, sonriente.

Ahora, al volver a Tarragona, descubro que nuestro Torrente ha prosperado: ya no está él en persona, quizá porque tiene que encargarse de la vigilancia de unas cuantas urbanizaciones, y en su lugar hay un chico sudamericano, quizá subcontratado, lánguido, aburrido, que pasa las horas sentado en una acera, vestido siempre con un chaleco reflectante a modo de uniforme y señal de autoridad. Y en la roulot del gitano hay un cartelón que dice (que advierte): “Recinto Controlado Vargas Cortés”.

23 junio 2006

Pausa para colgar retratos

He interrumpido el viaje unos días porque mañana, sábado, tengo una boda en Olite. Dejé la vespa aparcada en Tarragona, vine en bus a Donosti -qué extraña sensación, recorrer tantos kilómetros sin acelerar ni embragar, con un chófer que me llevaba plácidamente- y volveré a por la moto el domingo, para reanudar el viaje y rematar la vuelta a España si todo va bien.

Aprovecho estos días de pausa en Donosti para colgar las fotos de las buenas y pacientes personas que me han soportado, atendido, alimentado y cobijado en algunas de las 43 etapas que Vespaña ha recorrido hasta el momento. Esas paradas, con sus paseos, charlas y sobremesas, han sido algunos de los mejores momentos del viaje. Los he disfrutado y además me han servido para cargar pilas y seguir ruta con ganas renovadas. Como no quería saturar el blog con un montón de fotos, he abierto un blog paralelo para colgar esas imágenes de las visitas de Vespaña: Fotos de Vespaña. Lo malo es que no tengo fotos de algunos de los anfitriones (Jesús y Asun en Granada, Eduardo y Teresa en Alcoy, por ejemplo). Y lo bueno es que a estas alturas ya he olvidado quiénes me dijeron que no publicara su foto en el blog, así que allá van todas.

Y a partir del lunes la vespa arranca de nuevo para terminar de recorrer Cataluña y meterse después por Aragón.

20 junio 2006

Por qué me he quedado tantos días en Tarragona






Estoy muy orgulloso de estas fotos (reto a los diez mejores fotógrafos del mundo a que intenten una representación mejor del concepto "satisfacción"). Estoy tan orgulloso que me da pena tener que añadirles un poco de texto. Pero quizá os interesen algunas explicaciones.

Paré unos días en la costa sur de Tarragona porque mis padres estaban en el apartamento que tienen allí. En realidad, mi madre -a quien no es difícil reconocer entre los comentaristas más asiduos y más entusiastas de este blog- había tenido que volver al trabajo por un asunto urgente, de modo que cuando llegué a Tarragona sólo estaba mi padre. Dos días después celebramos su 59º cumpleaños (aunque, como veis en la primera foto, se podría decir que cada langosta le rejuvenece una década). El otro comensal de la segunda foto es el colega Burton, compañero de aventuras de mi padre, que había llegado la víspera. Son dos prejubilados sabios: el día que no comen langosta comen mejillones, salmón marinado, berberechos, costillas o entrecot. Las paellas llevan cigalas, langostinos, almejas y mejillones -si alguna vez queréis ver cómo ponen cara de alarma, servidles una paella con pollo o con chorizo, o llevadles a comer a un chino, ya veréis qué susto-.

Podría decir que si las playas de la Costa Dorada, que si el tibio Mediterráneo, que si el delta del Ebro, que si la Tarragona romana, que si la excursión a Montserrat. Pero para qué nos vamos a engañar. Las razones por las que me quedé una semanita en Tarragona tienen patitas, bigotillos o valvas.

18 junio 2006

Ya están aquí




Mientras tengamos amigos con un puntito de chaladura, estaremos salvados de muchos males.

Josema y Gari decidieron subirse a la moto y hacerme una visita sobre la marcha. Como salían de trabajar el viernes por la tarde, quedamos en que esa noche yo buscaría un sitio para acampar cerca de la sierra de Montserrat y que ellos llegarían entre las doce y la una de la noche. El viaje en moto desde Donosti -¡500 kms!- se les complicó, y a las once y media llamaron para decirme que estaban todavía muy lejos y que me durmiera, que ya quedaríamos por la mañana siguiente. Yo ya había puesto la tienda y la vespa en un pinar del Coll del Bruc y por si acaso les di las instrucciones para que me encontraran.

Me quedé frito. Hasta que a las tres de la mañana me despertaron la luz de un foco, el ruido de un motor y unas voces. Asomé la cabeza por la cremallera de la tienda y vi que en medio del pinar dos astronautas se partían de risa y cantaban ¡ves-pa-ña, ves-pa-ña!

Pasamos el sábado en Montserrat. Subimos al Sant Jeroni (1.236 metros), el techo de este macizo tan estupefaciente, territorio de apariciones, leyendas, avistamientos de ovnis, abducciones alienígenas y puertas a otros universos. La explicación geológica: ríos que hace millones de años depositan sedimentos en el fondo del mar, tierras que emergen de las aguas y erosión que modela las rocas de conglomerado hasta crear agujas, torres, domos, cuevas, galerías.

Esta explicación puede resultar sosa para mentes anhelantes de magias y misterios terribles. Decía Chatwin -el de los chispazos geniales y los puzzles que siempre le terminaban encajando, aunque fuera a martillazos, que ya ha pasado por aquí dos veces y ya vale-, decía Chatwin que las drogas son para quienes han olvidado caminar. Después de trepar por los parajes de Montserrat, yo pensaba añadir que los chutes sobrenaturales son para quienes han perdido la fascinación por lo natural. Pero después de recordar la aparición de Gari y Josema y las horas que pasé con ellos, debo admitir que hay cosas que escapan a la razón científica.

16 junio 2006

Cataluña insólita, no te jode



El delta del Ebro es una de esas joyas mediterráneas acorraladas entre el hormigón que ahoga la costa. Y para mí será siempre una zona medio mágica, porque guardo un recuerdo infantil de los que se graban para siempre o hasta que las neuronas empiecen a patinar: en los arenales del delta del Ebro vi por primera vez unos espejismos. ¡Coches surcando el cielo boca abajo!

He visitado el delta unas cuantas veces pero su aparición siempre asombra: uno va por la línea de la costa, más o menos rectilínea, y de pronto aparece una protuberancia con forma de flecha que se adentra en el mar, una gran llanura alfombrada de verde. Son 320 kilómetros cuadrados que no superan el metro de altura (hay una duna que alcanza cinco metros, máxima altitud, así que cuando se derritan los polos un poco más, adiós delta). Además, es un paisaje relativamente reciente: dicen que hace cinco o seis siglos deforestaron los Monegros para construir barcos -ahora un desierto aragonés, antes un bosque- y que, sin árboles, la erosión fue brutal. El Ebro acarreaba millones de toneladas de materiales todos los años y así fue creciendo esta lengua verde y fértil.

En el delta hay lagunas, salares, dunas, cañaverales, carrizales, playas infinitas. Es un paraíso para las aves (yo sé distinguir flamencos, patos, golondrinas, garzas y poco más; a partir de ahí, sabría diferenciar una focha de un eucalipto si me los ponen juntos, pero sólo si me los ponen juntos). Pero tres cuartas partes del delta están cubiertas por una moqueta verde: los arrozales.

Una red de canales y acequias inunda los arrozales con agua del Ebro. Pero, ojo, no toman el agua del Ebro que pasa por el delta (porque en ese punto el río lleva un metro de agua dulce y debajo seis metros de agua salada, el mar sube hasta 30 kilómetros tierra adentro). El agua para los arrozales la sacan del Ebro pero 50 kilómetros río arriba, a la altura de los pueblos de Xerta y Vinyent, de donde salen un gran canal de agua dulce por la margen derecha del Ebro y otro por la izquierda. Avanzan en paralelo al río, pero sin contaminarse de agua salada, y llegan a los arrozales.

Encontré a dos hombres metidos en un arrozal hasta las pantorrillas, con plantas en la mano y agachándose a cada paso. Les pregunté qué hacían. "Replantar el arroz en zonas donde no ha prendido bien. Ya ves que aquí hay más charco que verde: eso quiere decir que la planta no ha agarrado bien. La cosecha es larga, da tiempo a replantar. Pero, la verdad, lo hacemos para que quede bonito. Porque da pena ver toda esta zona encharcada, sólo con agua. Todo esto lo hacemos a mano, artesanal, casi igual que hace siglos. Por eso en Barcelona dicen que somos la Cataluña insólita. Cataluña insólita, no te jode. Parece que dicen esas tonterías para que nos conformemos, pero en vez de decir tonterías deberían mandar dinero para arreglar las playas, que ya verás que está todo hecho un asco [cierto: en la playa de la Marquesa y la punta del Fangar se extendía una hilera de basuras arrojadas por el mar durante varios kilómetros]".

Les pregunté por aquel experto agrónomo chino que vino hace unos meses a analizar el famoso arroz del delta y que dijo que, a pesar de su fama, tenía una calidad mediocre. El asunto les toca un poco las narices a los locales, evidentemente. "Bah, el chino dichoso. El arroz de aquí es el mejor de España, y el que más rendimiento da. En la Albufera de Valencia cultivan todos los arrozales con las mismas aguas, pero aquí el Ebro las va renovando constantemente y sale mejor grano. El chino qué sabra. Sabrá comer arroz".

Sin entrar en la polémica, una cosa es cierta: si una civilización de cinco mil años considera que "tres delicias" son jamón york, guisantes y pedacitos de tortilla, algo cojea.

(Estoy en Tarraco -ciudad que, por cierto, empezó su esplendor gracias a las concesiones legales de Vespasiano, y a pesar de eso no me hacen descuentos-. Esta noche me llega una visita sobre la marcha: Gari I. y Josema vienen en moto a Cataluña. Si todo va bien, quedaremos a medianoche cerca de Montserrat y mañana daremos un paseo por esas montañas tan raras).

14 junio 2006

Cuatro viajeros





El interior de Tarragona también es un paraíso replegado: sierras y gargantas, bosques de encinas, pinos y castaños, olivares y viñedos, masías y monasterios fortificados. Esta mañana, en una carreteruela de las montañas de Prades me he topado con Steven, un suizo que hace dos años salió de su país, a pie y con el burro grande de la foto. En Francia decidió comprar el carrito para llevar el equipaje y un segundo burro, el pequeño, el de los patucos, para ampliar la plantilla. El perro se lo regalaron en una aldea. Al principio los burros le daban bastante guerra, porque no querían caminar, pero ahora los cuatro se llevan muy bien. Recorren 15 kilómetros diarios, 20 como mucho. Calculan que hoy debe de ser 10 de junio o algo así (no van mal: es 14) y esperan llegar a Gibraltar en noviembre.

De mayor quiero ser como Steven, para aprender a viajar (y a vivir) cada vez más despacio y con menos cosas y menos necesidades.

(En la foto hay un detalle que Erri-Berri no pasará por alto).

13 junio 2006

La huella de los kilómetros

Después de 37 etapas y 7.700 kilómetros (incluyendo el bucle navarro), éstas son algunas de las huellas que el viaje ha grabado en la moto, en la indumentaria y en la piel.








1. Zapatillas. Han estado 32 días consecutivos en mis pies, austeridad obliga. No sé si tirarlas a la basura o donarlas al Museo de la Ciencia. Un microbiólogo como los de Riotinto podría encontrar en ellas restos de tierrillas, pringues y bichejos de toda España. Por eso mismo, también pueden servir como prueba, fetiche o icono de la unidad nacional: ya veo a las zapatillas dentro de una vitrina, sacadas en procesión y veneradas por masas jimenelosánticas que coreen eso de "¡España una, y no cincuenta y una!". Si recibo buenas ofertas, puedo cederlas para que sustituyan al toro de Osborne como icono nacional. A ver si vamos a empezar ahora con escrúpulos.

2. Moreno agromán. Desde esta misma mañana he comenzado el proceso de equilibrio cromático cutáneo (o sea, me he tumbado en una semidesierta cala tarraconense a leer el periódico y a que el sol me iguale, para no parecer un anuncio de helados de nata y chocolate).

3. Asimetría en la vespa. Como veréis, falta el espejito derecho. La moto tiene una notable tendencia derechista (las cuatro veces que se ha ido al suelo -por suerte, todas sin que estuviera yo encima- ha caído a la derecha). El espejo lo perdí después de que la moto se me cayera en la irregularmente empedrada Plaza Mayor de Cáceres, mea culpa por apoyarla mal.

Y veréis que la viserita de plástico que protege el manillar está partido, como si le faltara un diente. Esta vez la culpa fue de un ruso, que anteayer me tiró la moto al tocarla con su coche en una gasolinera castellonense, mientras yo pagaba. Salí corriendo, el ruso intentaba levantar la moto y entre las dos la enderezamos. Eché un vistazo y vi que esa viserita estaba partida. La mujer del ruso chillaba como un papagayo: "¡Eso estaba roto antes, estaba roto antes!". La tecnología digital me ofreció un gran momento victorioso. Saqué la cámara y enseñé a la mujer una foto de la vespa en los desfiladeros del río Mijares. "Mire, señora, este lugar está a 10 kms de aquí, ¿lo conoce?, pues la foto es de hace un cuarto de hora, y mire, la visera estaba completa". Mientras tanto, el marido, que era un tipo amable y legal, encontró en el suelo el pedazo de plástico roto de la visera. Ante las pruebas, la señora se calló y se metió en el coche. El ruso me preguntó si quería que arregláramos el asunto con el seguro o simplemente con dinero. Le dije que no hacía falta complicarse mucho, pero que yo no sabía cuánto me podía costar reparar la pieza. "¿Te doy dinero?". "Bueno, no sé, dame 20 euros y ya está". El ruso me dio 20 euros y me ofreció su número de teléfono por si la reparación me costaba más, pero le dije que no hacía falta. Nos estrechamos la mano y punto. Tengo curiosidad por saber cuánto me costará el asunto (¿abrimos una porra?) pero casi prefiero que sea un poco más de 20 euros que un poco menos, porque el ruso, qué le vamos a hacer, me cayó muy bien y el pobre tenía una mujer histérica y egoísta.

12 junio 2006

Mediterráneo exprés



Para que el blog alcance a la vespa (que ya está descansando en Tarragona), estrujaré unos cientos de kilómetros en pocas líneas, los que van desde Almería y el cabo de Gata hasta la costa sur tarraconense.

Del cabo de Gata es mejor enseñar fotos, pero os diré que es un paisaje tan magnético (¿preferís telúrico?)por el contraste: por un lado, la placidez del Mediterráneo, un mar que echa la siesta, luminoso, radiante; por otro, la violencia de las montañas volcánicas, negras, bruscas. Y los pueblitos blancos, que parecen egeos, ya volcados al turismo pero en general discretos y amables. Eso sí, de repente, junto a un acantilado basáltico o junto a una playa virginal, aparecen media docena de apartamentos amorfos con una pista de tenis de rojo chillón que enciende las ganas de restaurar la pena de muerte para algunos constructores y concejales -o al menos la condena a escuchar una docena de veces seguidas las tertulias de estos interminables días sobre la posible alineación de Luis Aragonés-.

En Murcia, como ya adelanté, hice una parada muy nutritiva gracias a la hospitalidad de Miguel, Su y JM. A Murcia la tenemos olvidada, allí en el córner, pero es una tierra que ahora vive en ebullición, decidiendo qué quiere ser y cómo. No voy a dar la paliza sobre el agua, el ladrillo o la realidad nacional cartagenera, pero leer el periódico en Murcia es una actividad más interesante que en muchos otros sitios; y ya os contaré en otra ocasión cómo descubrí una bahía enterrada en escombros minerales y el hermoso paseo por unas dunas fósiles, pero por ahora sólo apuntaré las palabras claves de mi estancia murciana: zarangollo, michirones, chapapote de verdura y chapapote de marisco.

Desde el Mar Menor, esquivé toda la costa levantina para meterme por el interior. Ya lo siento, pero la costa mediterránea, con alguna excepción acorralada, es una inmensa hilera de bloques de apartamentos, hoteles, discotecas y chiringuitos. Como un supermontaje de fichas de dominó de esos que hacen para batir récords Guiness: si empujas un bloque de apartamentos en Estepona, van cayendo todos en línea hasta la Costa Brava.

Así que subí hacia Alcoy (Alicante, donde me acogieron Eduardo y Teresa), Xátiva (Valencia, curiosa ciudad, en cuyo museo cuelga boca abajo un retrato de Felipe
V, el rey que ordenó quemar la ciudad, y por eso ahora a los del pueblo les llaman "socarrats") y la trastienda montañosa de la Comunidad Valenciana.

Aunque no lo parezca, hay vida más acá de las playas. El interior alicantino, valenciano y castellonense esconde unas cuantas joyitas: serranías olvidadas, valles silenciosos, ríos que abren cañones imponentes. (Es una cosa tremenda: los ríos, en todo el arco mediterráneo, son ríos vegetales. Uno va por la carretera, cruza un puente, ve un cartel que anuncia un río pero no ve ninguna corriente de agua: pero sí un cauce de naranjos y huertas, una pincelada frondosa de verdor sinuoso en medio de la aridez).

Mi descubrimiento más destacable: las gargantas del río Mijares, uno de los pocos ríos levantinos que nace más atrás de las montañas costeras, que recoge aguas y nieves en Aragón, y por eso forma un curso bastante regular y potente, capaz de abrir desfiladeros.

Llegué a Montanejos, villa termal, al pie de una red de barrancos y cañones. En la misma orilla del Mijares, en la boca de un desfiladero calizo, descubrí la Fuente de los Baños, de la que manan 6.000 litros por minuto, a 25 grados. Allí se forma una piscina natural tibia (la de la foto), que estaba casi desierta a las 9.30 de la mañana. No tenía a mano la toalla ni el traje de baño, pero la tentación era irresistible, así que en un pispás me despeloté (no hay foto) y me di uno de los mejores baños de mi vida. Nadé hacia el interior del desfiladero, yo solo entre paredones calizos, entre luces y sombras, escuchando el borboteo de las pequeñas cascadas que caían al río, asomándome a cuevas que se abrían a ras de agua. Y volví sedado.

Al salir a la playita de guijarros, leí en un cartel que cierto rey moro del siglo XIII construyó aquí unos baños para que sus favoritas se mantuvieran bellas y jóvenes. No voy a decir que salí de allí como una favorita de un rey moro, por aquello de mantener un poco la dignidad, pero sí que volví a la moto medio sedado y con un regustico glorioso.

Todo me parecía maravilloso, pero después de unos pocos kilómetros río abajo, en un pueblito llamado Toga conocí a un matrimonio que pasaba el fin de semana en el valle del Mijares. Ella había nacido en la comarca, pero vivía en Barcelona. "Mi familia se fue, como todo el mundo. Aquí ya no queda nadie, el valle está muerto. Esto era un valle importante, ya ves que hay un pueblo cada dos o tres kilómetros, pero, salvo Montanejos, los demás pueblos están casi vacíos, son como urbanizaciones a las que sólo venimos de vacaciones los que nacimos aquí. La vida propia de esta zona ha desaparecido. Ya sólo hay animales de dos patas. ¿A que no has visto ninguno de cuatro patas? Sólo viven por aquí unos pocos viejos, y ya no están para cultivar ni cuidar animales ni nada. Hace décadas la gente emigró a las ciudades, a las industrias, a la costa, y ya para rematar se pusieron a construir pantanos y mataron el río. Ahora el Mijares es un hilo de agua. Antes era un río potente, caudaloso. Si vas a la zona de Morella, al Maestrazgo, todavía queda algo de la vida de los pueblos serranos, pero aquí ya se extinguió".

Fui al Maestrazgo, al macizo de Peñagolosa, a los pueblos más altos de todo el Levante. Allí la gente vive a 1.000-1.200 metros, encaramados en sierras solitarias.
Las laderas están troceadas en bancales y terracitas. Vi un par de viejos recogiendo cerezas y cuidando olivos. Pero nueve de cada diez bancales están abandonados, devorados por los matorrales. Se aprecia que el bosque vuelve a subir desde el valle, que va recuperando las laderas perdidas antaño, los cipreses y los pinos crecen en las terrazas, cada vez más cerca de los pueblos. Al fondo, hacia el este, se ve la costa mediterránea y el destello blanco de las aglomeraciones, de los apartamentos, de los hoteles.

10 junio 2006

Vistas del estrecho

Los niños de Tarifa viven asomados al estrecho de Gibraltar. Y éstos son los murales que pintaron en su ciudad.











(Tarifa fue antes de las Alpujarras, claro. Y yo ya ando por Alcoy (Alicante), después de una nutritiva parada en Murcia de la que hablaré más adelante. Siento que a algún lector le despiste un poco este desorden cronológico y el lapso de días que se ha ido abriendo entre el viaje y el blog: el blog va unos cientos de kms por detrás de la vespa. Dicen que unos exploradores europeos andaban por África a marchas forzadas y que sus porteadores negros se paraban de repente, aun sin estar especialmente cansados. ¿Por qué no seguís? Es que vamos tan rápido que tenemos que pararnos de vez en cuando para que nos alcancen nuestras almas. No lo recuerdo, pero esta historia seguro que es de Chatwin, tiene toda la pinta. O sea: en Tarragona haré una gran parada de varios días, para recargar las pilas y, de paso, para frenar un poco el viaje y que el blog lo alcance).

08 junio 2006

Unas papas, unos pimientos y 48 mecheros




Recuerdo la primera vez que encontré Las Alpujarras en un mapa. Tenía 14 años, me regalaron un libro de rutas cicloturistas y en ese valle encontré la ristra de nombres de pueblos más bonita de toda España (acepto otras sugerencias). Aquí van sólo algunos: Soportújar, Carataunas, Pampaneira, Bubión, Capileira, Pórtugos, Busquístar, Trevélez, Bérchules, Jorairátar, Mecina-Bombarón, Ugíjar.

Los pueblos de Las Alpujarras son racimos de casitas blancas que cuelgan del lomo de Sierra Nevada. Están entre los más altos de España (existen polémicas curiosas sobre el título de pueblo más alto, pero esa es otra historia). Y llaman la atención, entre otras muchas cosas, los tejados planos. Hay varios motivos para este detalle, pero uno de ellos es que los pueblos están en terrenos tan empinados que los vecinos sólo contaban con los tejados planos (los terraos) para hacer vida social: en el tejado jugaban los niños, se ponían mesas y sillas para juntar a las familias, se cantaba y se bailaba, se secaban las cosechas... En cualquier otro lugar del pueblo, un paso despistado te puede mandar dando botes al fondo del barranco.

Entre los pueblos colgantes, los que más impresionan son los tres que hacen equilibrios al borde del barranco de Poqueira, una tremenda hondonada que se abre a los pies del Mulhacén. Pampaneira, Bubión y Capileira son tres regueros de casas a punto de precipitarse en el abismo, pueblos tan tensos que uno se queda mirándolos
con la malévola esperanza de que en cualquier momento alguno de ellos ya no aguante más, se desprenda y rompa en un alud de casitas hasta el fondo del barranco.

En Bubión me encontré con el viejo de la foto, que caminaba junto a un caballo blanco de alforjas repletas. Le pregunté cuál de las fuentes del pueblo daba mejor agua y me dijo que todas, pero que la mejor de todas era la de su cortijo. Que allí el agua era muy limpia, muy buena para sus cultivos: papas, maíz, pimientos, algo
de fruta. Y que con eso se las arreglaba para vivir, tirando como podía.

Cuando se marchó, el chaval que lleva el estanco del pueblo (que había estado observando la conversación), se me acercó con media sonrisa: "Menudo es el abuelo.
¿Ése? El más listo de todos. Dice que no quiere venir a vivir al pueblo, que él se queda en el cortijo. Y los guías le llevan al cortijo grupos de guiris, y él les prepara unas migas, les toca el acordeón y les saca una pasta, qué sé yo, diez euros a cada guiri.Acaba de comprarme 48 mecheros. Le han costado 33,60. Y él se los venderá a los guiris, a un euro el mechero como mínimo. Y de eso vive".

07 junio 2006

El callo del vespista



Que nadie se ofenda. Esta foto sólo tiene un interés divulgativo: mostrar a la comunidad médica una imagen de lo que -propongo modestamente- podría denominarse el Callo del Vespista. Después de 6.000 kms y un mes de embragar y desembragar (menudos verbos), se forma una zona callosa en la falange central y en parte de la falange superior del dedo corazón de la mano izquierda del vespista.

Si algún dermatólogo (o psiquiatra) quiere llevarme a algún congreso internacional, estoy dispuesto a repetir el gesto de la foto ante sabios de todo el mundo.

(Si pincháis en la imagen, se agrandará y podréis estudiar el callo con más detenimiento. De nada).

05 junio 2006

Excepcional


Sierra Nevada es excepcional, en el sentido estricto de la palabra. No sólo porque levanta los picos más altos de la península Ibérica (el primero: Mulhacén, 3.481 metros; el tercero, Veleta, 3.392; el quinto, Alcazaba, tresmilnosecuántos) sino porque ofrece un paisaje alpino, modelado por hielos milenarios, en un entorno subtropical y a dos pasos del Mediterráneo y de África. Alberga un montón de plantas endémicas de épocas glaciales, que quedaron aisladas en esta cordillera, hay flores que sólo se encuentran en islotes árticos -o en ninguna otra parte-. De hecho, el propio nombre es una señal muy clara de su excepcionalidad: no tendría sentido llamar "nevada" a ninguna sierra de los Pirineos o los Alpes, porque todas lo son; las cordilleras que llevan este adjetivo -esta Sierra Nevada granadina, la Sierra Nevada de California o las Snowy Mountains australianas- se levantan en medio de regiones secas y hasta muy desérticas. Una excepción, pues.

Y como las excepciones siempre son interesantes, ayer subí con la vespa hasta el albergue militar en el que una barrera impide el paso (a 2.550 metros: récord de altitud para la vespa, que no creo que supere nunca, porque debería irse a los Alpes). La barrera impide el paso, pero la carretera sigue subiendo hasta unos metros antes del mismísimo Pico Veleta. Supongo que a esta barbaridad construida en los primeros años 70 la empujó el tonto orgullo nacional de tender la carretera más alta de Europa (aunque hay otro dato curioso: en esa época el Mulhacén, el Veleta y los montes cercanos eran propiedad privada de una familia que incluso llegó a hipotecarlos: imagináos al banquero tasando el Mulhacén. Hay que investigar esta historia, izagirre). He visto una postal de los años 70 en la que aparecen un montón de seiscientos y doscaballos aparcados junto al Pico Veleta. Tremenda estampa.

Ahora, con un poco más de sentido común y con las leyes de un parque nacional, sólo se puede subir al Pico Veleta andando o en bici. Por la carretera -que se va degradando y, lógicamente, nadie la repara- el recorrido suma 12 kilómetros. Si se va a pie, el sendero va atajando a través de una ladera pizarrosa y sólo son 9 kms. El guarda me dijo que tardaría unas tres horas en subir. Pero alguien como yo, un treintañero desentrenado pero entusiasmado, con una parada para echar un trago y comer unos frutos secos, tardará 2h15'. Así que la subida al tercer pico más alto de la península sólo es una excursión media. Con un premio gordo: las vistas sobre la vertiente de las Alpujarras y sobre el circo que forman el Veleta, el impresionante torso del Mulhacén y el pico Alcazaba. En los hielos de esa circo nace el río Genil. A la espalda ve toda la ascensión, la estación de esquí de Sierra Nevada y, al fondo, Granada.

En la cima (3.392 metros) había moscas y mosquitos, un peculiar escarabajillo y mariposas, un holandés sentado en posición de loto y un ciclista con pulsómetro, otra media docena de montañeros. Y había cobertura para los móviles: la mitad de la gente llamaba o mandaba mensajes para anunciar la buena nueva. Ay, la inmediatez que nos aturulla.

Como algunos sabéis, los minutos compartidos en la montaña valen por cinco, así que en el último tramo de subida hice un amigo granadino (Emilio, un abogado que cambió casos de personas por casos de papeles para dormir tranquilo) y después de las fotos y el bocatachorizo de rigor, bajé, bajé y bajé, con la pequeña euforia tontorrona y silbando (no están en los silbables montañeros de eresfea, pero silbé el bolero de Ravel y el Riau Riau, lo prometo).

Hoy estoy un poco requemado y contento. He dedicado la mañana a visitar la Alhambra, qué puedo decir. La Alhambra es una de esa media docena de cosas que habría que transplantar a otro planeta en caso de emergencia. Qué puedo decir. Sólo se me ocurre una cosa. Lo que decía una señora donostiarra: como la Plaza Guipúzcoa no hay nada.

02 junio 2006

Tinto y bacterias sevillanas




Aquí van las fotos prometidas del río Tinto. Espectacular, ¿eh? Y esto tiene relación con uno de los motivos por los que Sevilla me gustó tanto: en las callejuelas de la antigua judería encontré los parientes humanos de las bacterias litotróficas de Riotinto. El eslabón perdido entre las bacterias y los humanos son un par de familias gitanas que regentan la pensión sevillana en la que pasé noche.

La pensión está en una callejuela de dos metros de ancho. Encontré una puerta abierta, entré y descubrí un patio embaldosado y con macetas, árabe total. En una esquina, tres gitanos, una gitana y una paya brasileña -así la llamaban- charlaban y bebían cerveza. Pregunté si tenían una habitación para pasar la noche y cuánto costaba. La respuesta fue: "¡¡Migueeeeeé...!!". Y ya. Ellos siguieron charlando y bebiendo. Yo me quedé de pie un par de minutos. Hasta que de la planta superior bajó el tremendo Migué, un gitano enorme, con su camisa abierta y un enorme colgante dorado de la Virgen del Rocío medio escondida entre la pelambrera amazónica del pecho. Veinte euros la noche. Y me dio una habitación del patio, a diez metros de la mesa donde charlaban y bebían.

A las 20.30 salí a dar una vuelta por Sevilla. La ciudad me encantó, como ya he dicho, pero los detalles quedan para otra vez. El asunto es que volví a la pensión después de cenar y pasear por la orilla del Guadalquivir, a eso de las 23.30. Y allí estaban, sentados a la mesa, charlando, bebiendo, con ocho o diez litronas ya vacías, los mismos de antes más el propio Migué. Buenas noches, buenas noches, hasta mañana.

A las 9 de la mañana salí al patio -donde metí la vespa, por cierto- y no había ni blas: sólo la mesa de plástico con una litrona, la litrona final de la noche anterior, me imagino. Dejé una nota sobre la mesa: voy a dar un paseo, volveré hacia el mediodía para recoger el equipaje.

Volví al mediodía y, ¿sabéis qué escena encontré? ¡No! ¿De verdad? Migué, el resto de los gitanos y la paya brasileña, sentados, charlando, fumando y bebiendo cerveza. La sabia vida de las bacterias.

(Ayer, preciosa etapa: Sevilla-Sanlúcar de Barrameda (donde por fin brilló una luz andaluza de verdad)-Chipiona (no noté nada, sólo unas velas y unas flores bajo la estatua de la extinta)- Cádiz (preciosa y traidora: bajé a sacar fotos de unas dunas costeras y el vendaval me tiró la vespa, no pasó nada, sólo una abolladura para presumir de ella a la vuelta)- Vejer de la Frontera - El Palmar. Hoy sigo zarandeado por estos terribles vientos gaditanos. Os escribo desde Tarifa, donde he visto la silueta brumosa de África. Y eso emociona. Esa visión me ha encendido uno de esos momentos eufóricos de los viajes, en los que parece fácil seguir rodando por el mundo, saltar de continente en continente, por qué no subir al ferry y vespear hacia El Cairo o Dakar o Tombuctú. Pero, en fin, tengo amigos y arroz con conejo esperando en Murcia, que no es manca).